lunes, 18 de noviembre de 2013

algunas fotos de la promo JPVG "El Gran Chaparral"

Para mis amigas y amigos ayuden a completar los datos

sábado, 5 de febrero de 2011

STARSHIP TROOPER - tropas del espacio

Pues acabo de releer este interesantisimo libro o novela de ciencia ficcion, que tiene como autor a l Sr. Robert Heinlein, y que al terminar de leerlo por enesima vez, no se me quita de la cabeza que el modelo de sociedad que propone o muestra en la novela es de lo mas interesante, digo interesante porque plantea ciertas definiciones de valor, de consideraciones de un individuo o ser humano con respectoa a todos, mejor lean lo ustedes mismos.

TROPAS DEL ESPACIO
Robert A. Heinlein

Título original: Starship Troopers
 

Al sargento Arthur George Smith,
soldado, ciudadano, científico,
 y a todos los sargentos que han trabajado
para hacer hombres de
 simples muchachos.
 
Capitulo 1
 

 -¡Vamos, micos! ¿Acaso queréis vivir para siempre?
 Alocución de un sargento desconocido a su pelotón, en 1918.
 
Siempre me entran escalofríos antes de una bajada. Ya me han dado las inyecciones, por supuesto, y me han sometido a la preparación hipnótica; por tanto, cabe suponer que no debo sentir miedo. El psiquiatra de la nave ha comprobado mis ondas cerebrales, haciéndome preguntas tontas mientras yo estaba dormido, y me dice que no es miedo, que no es nada importante..., que sólo es como ese temblor característico del caballo de carreras ansioso por lanzarse en la puerta de salida.
 Sobre eso no puedo opinar, pues nunca he sido caballo de carreras, pero la verdad es que cada vez siento un terror mortal.
 Treinta minutos antes de la hora D, tras haber pasado lista en la sala de bajadas del Rodger Young, nos inspeccionó nuestro jefe de pelotón. No era el jefe de siempre, porque al teniente Rasczak se lo habían cargado en nuestra última bajada; se trataba en realidad del sargento Jelal, sargento profesional de navío. Jelly era un turco-finlandés de Iskander, cerca de Próxima; un hombrecillo moreno con aspecto de clérigo pero a quien yo he visto coger a dos soldados enloquecidos, tan grandes que tuvo que ponerse de puntillas para agarrarles, golpearles la cabeza como si fueran dos cocos y echarse atrás tan sereno mientras los otros caían.
 Fuera de servicio no estaba mal... para ser sargento. Incluso se le podía llamar «Jelly» en sus narices. No los reclutas, claro, pero sí cualquiera que hubiera hecho al menos una bajada de combate.
 Sin embargo, ahora estaba de servicio. Todos habíamos pasado ya la inspección del equipo de combate (claro, se trata del propio cuello, ¿no?), el sargento del pelotón nos había repasado cuidadosamente después de pasar lista, y ahora Jelly volvía a concentrarse en nosotros, con el rostro muy serio y los ojos atentos al menor detalle. Se detuvo al pasar junto al hombre que estaba delante de mí, apretó el conmutador de su cinturón que daba la lectura del estado físico, y le dijo:
-¡Fuera!
-Pero, mi sargento, ¡si no es más que un resfriado! El médico dijo...
 Jelly le interrumpió:
-«Pero, mi sargento...» -remedó burlón-. No es el médico el que va a bajar..., ni tú tampoco, con grado y medio de fiebre. ¿Crees que tengo tiempo para charlar contigo justo antes de una bajada? ¡Fuera!
 Jenkins nos dejó con aire triste y furioso, y yo me sentí muy mal también. Como se habían cargado al teniente en la última bajada, y con eso de los ascensos yo era ahora jefe ayudante de sección -segunda sección en esta bajada-, ahora iba a tener un hueco en mi sección y sin medios de llenarlo. Lo cual es malo, pues significa que un hombre puede verse en un problema muy grave, pedir socorro y no encontrar a nadie que le ayude.
 Jelly no retiró a nadie más. De pronto, se detuvo delante de nosotros, nos miró de arriba abajo y agitó la cabeza con pesadumbre.
 -¡Vaya una pandilla de micos! -gruñó-. Tal vez si se os cargaran a todos en esta bajada, los jefes podrían empezar otra vez y conseguir el tipo de hombres que el teniente esperaba que fuerais. Pero probablemente no será así, con la clase de reclutas que nos vienen en estos tiempos. -De pronto, se puso en posición de firmes y gritó:
-¡Sólo quiero recordaros, micos, que todos y cada uno de vosotros le habéis costado al gobierno, contando las armas, el traje acorazado, las municiones, los instrumentos, la instrucción y demás, e incluido todo lo que coméis de más, habéis costado, digo, un total de más de medio millón! Añadid a eso los treinta centavos que valéis realmente, y es una gran suma. -Nos miró furioso-. ¡De modo que hay que devolverlo todo! No nos importa perderos a vosotros, pero no podemos quedarnos sin ese precioso traje que lleváis. No quiero héroes en este equipo. Al teniente no le gustaría. Tenéis un trabajo que hacer. Bajáis, lo hacéis, mantenéis los oídos bien abiertos para la llamada de regreso, y aparecéis para que os recojan a paso ligero y por números. ¿Entendido?
 De nuevo nos miró con el ceño fruncido:
-Se supone que conocéis el plan. Pero, por si alguno de vosotros no tiene cabeza que le hayan podido hipnotizar, lo repetiré otra vez. Se os dejará caer en dos líneas de guerrillas, calculadas a intervalos de dos mil metros. Os pondréis en contacto conmigo en cuanto piséis tierra, y tomaréis la posición y distancia de los compañeros de pelotón, a ambos lados, mientras os cubrís. Ya habréis perdido diez segundos, de modo que os dedicaréis a destruir todo lo que tengáis a mano hasta que los hombres de los flancos aterricen.
 Hablaba de mí; como jefe ayudante de sección yo iba a estar en el flanco izquierdo, sin nadie al lado. Empecé a temblar.
-Apenas lleguen ellos -prosiguió-, ¡enderezad las líneas! ¡Igualad los intervalos! Dejad lo que estéis haciendo y poneos en formación. Doce segundos. Luego avanzad a salto de rana, pares e impares, mientras los jefes ayudantes llevan la cuenta y dirigen la maniobra de envolvimiento -me miró-. Si habéis hecho todo eso con cuidado, cosa que dudo, los flancos establecerán contacto cuando suene la llamada de recogida. En cuyo momento volveréis a casa. ¿Alguna pregunta?
 No hubo ninguna; jamás las había. El continuó:
-Una palabra más: esto sólo es una incursión, no una batalla. Es una demostración de potencia de armamento, y una intimidación. Nuestra misión consiste en que el enemigo comprenda que podríamos destruir su ciudad, aunque no lo hagamos, pero que no pueden sentirse seguros aunque nos abstengamos de realizar un bombardeo total. No cogeréis prisioneros. Sólo mataréis cuando no podáis evitarlo. Pero toda la zona en que bajéis ha de quedar destruida. No quiero que ninguno de vosotros, holgazanes, vuelva a bordo sin haber gastado todas las bombas. ¿Entendido? -Miró el reloj-. Los Rufianes de Rasczak tienen fama de cumplir bien. Antes de que se lo cargaran, el teniente me encargó que os dijera que él siempre tendrá los ojos fijos en vosotros, cada minuto...,¡y que espera que vuestros nombres reluzcan!
 Jelly miró ahora al sargento Migliaccio, primer jefe de sección.
-Cinco minutos para el padre -declaró.
 Algunos chicos salieron de las filas, se acercaron y se arrodillaron delante de Migliaccio, y no necesariamente los de su propio credo, pues había musulmanes, cristianos, agnósticos, judíos.. El siempre estaba allí para todos cuantos quisieran hablar con él. He oído decir que antes solía haber cuerpos militares cuyos capellanes no luchaban junto a los soldados, pero jamás he comprendido que eso pudiera funcionar. Quiero decir, ¿cómo puede bendecir un capellán algo que no está dispuesto a hacer personalmente? En cualquier caso, en la Infantería Móvil todo el mundo baja a tierra y todo el mundo lucha, desde el capellán hasta el cocinero y el secretario del Viejo. Una vez bajáramos por el tubo no quedaría un solo Rufián a bordo, excepto Jenkins, por supuesto, pero no por culpa suya.
 Yo no me acerqué. Siempre temía que alguien me viera temblar si lo hacía y, de todas formas, el padre podía bendecirme con la misma facilidad desde donde estaba. Pero él se acercó a mí cuando los últimos rezagados se pusieron en pie, y aproximó su casco al mío para hablarme en privado.
-Johnnie -dijo en voz baja-, ésta es tu primera bajada como oficial subalterno.
-Sí -contesté.
 Yo no era realmente un subalterno, como tampoco Jelly era realmente un oficial.
-Sólo esto, Johnnie. No te quieras hacer el héroe. Conoces tu trabajo; hazlo y nada más. No intentes ganar una medalla.
-De acuerdo. Gracias, padre. No lo haré.
 Añadió algo en un lenguaje que no conozco, me dio un golpecito en el hombro y se apresuró a volver a su sección. Jelly gritó entonces: «Aten... ción!» y todos hicimos chocar los talones.
-¡Pelotón!
-¡Sección! -gritaron Migliaccio y Johnson como un eco.
-Por secciones. A babor y estribor. ¡Preparados para la bajada!
-¡Sección! ¡Métanse en las cápsulas! ¡Adelante!
-¡Escuadra!
 Yo tuve que esperar mientras las escuadras cuatro y cinco se metían en las cápsulas y bajaban por el tubo de disparo, antes de que mi cápsula apareciera en el remolque de babor y pudiera meterme en ella. Me pregunté si aquellos guerreros de la antigüedad también sintieron escalofríos al meterse en el caballo de Troya. ¿O sólo me pasaba a mí? Jelly verificaba la identidad de cada hombre que iba siendo encerrado en la cápsula, y a mí me puso el sello personalmente. Al hacerlo se inclinó hacia mí y me dijo:
-No hagas estupideces, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.
 La tapa se cerró sobre mí y quedé solo. «¡Sólo se trata de un ejercicio, dice!» Empecé a temblar de modo incontrolable.
 Entonces oí por los audífonos a Jelly, desde el tubo de la línea central:
-¡Puente! Los Rufianes de Rasczak... ¡dispuestos a bajar!
-¡Dieciséis segundos, teniente! -oí la alegre voz de contralto de la capitana Deladrier..., y me molestó que ella llamara «teniente» a Jelly. Porque, sí, nuestro teniente había muerto y, claro, Jelly conseguiría su mando..., pero nosotros seguíamos siendo los Rufianes de Rasczak. -¡Buena suerte, chicos!-añadió.
-Gracias, mi capitana.
-¡Preparados! Cinco segundos.
 Yo estaba amarrado por todas partes con correas: la frente, el vientre, las piernas... Pero temblaba más que nunca.
 Es mejor una vez te han lanzado. Porque hasta ese momento estás sentado allí en una oscuridad total, envuelto como una momia contra los aceleradores, casi incapaz de respirar... y sabiendo que apenas hay nitrógeno a tu alrededor en la cápsula, aun en el caso de que uno pudiera abrir el casco, cosa que no se puede hacer, y sabiendo que, de todos modos, la cápsula está rodeada por los tubos de lanzamiento, y que si la nave recibe un buen disparo antes de lanzarte nadie rezará por ti y morirás allí solo, incapaz de moverte, impotente. Esa espera interminable en la oscuridad es lo que le hace temblar a uno, porque piensa que se han olvidado de él... o que la nave ha sido alcanzada y se va a quedar en órbita como algo muerto, y que uno pronto morirá también, incapaz de moverse, de respirar. O que ha chocado con una nave en órbita y se le ha cargado a él de paso, si es que no se asa al bajar.
 Entonces empezamos a sufrir los efectos del programa de frenado de la nave y yo dejé de temblar. Ocho g (unidad estándar de gravedad) diría yo, o quizá diez. Cuando una piloto maneja la nave no resulta demasiado cómodo; uno acaba con moretones en todos los puntos donde aprietan las correas. Sí, sí, ya sé que las mujeres son mejores pilotos que los hombres, que sus reacciones son más rápidas y que pueden tolerar más g. Pueden entrar y salir con mayor rapidez, lo que supone más probabilidades para todos, para uno mismo y para ellas. Pero sigue sin ser divertido el verse proyectado contra la espina dorsal con una fuerza equivalente a diez veces el propio peso.
 Sin embargo, debo admitir que la capitana Deladrier conoce su oficio. No hubo pérdida de tiempo en cuanto el Rodger Young hubo frenado. Inmediatamente le oí decir: «Tubo de línea central... ¡fuego!», y hubo dos retrocesos cuado Jelly y su sargento de pelotón fueron descargados; y al cabo de un segundo: «Tubos de babor y estribor... ¡fuego automático!», y los demás comenzamos a dejar la nave.
 ¡Bump!, y la cápsula pega un salto hacia delante. ¡Bump!, y salta de nuevo, lo mismo que los cartuchos que van entrando en la cámara de un arma automática antigua. Bien, eso es exactamente lo que somos. Sólo que los cañones del arma eran dos tubos de lanzamiento gemelos montados en una nave espacial de transporte de tropas, y cada cartucho era una cápsula lo bastante grande -pero apenas-para llevar a un soldado de infantería con todo el equipo de campaña.
 ¡Bump! Yo estaba acostumbrado al número tres, que salía más pronto. Ahora me había convertido en «el último de la cola», el último después de tres escuadras. Eso supone una espera muy tediosa a pesar de que se dispara una cápsula cada segundo. Intenté contar los que salían: ¡bump! (doce), ¡bump! (trece), ¡bump (catorce) con un sonido extraño: la cápsula vacía en la que debía haber ido Jenkins, ¡bump!...
 Y luego, ¡clang!, ya es mi turno, ahora que mi cápsula entra en la cámara de disparo. Entonces, ¡buump!, la explosión golpea con una fuerza que hace que la maniobra de frenado de la capitana parezca un golpecito cariñoso.
 Y luego, de repente, nada.
 Nada en absoluto. Ni sonido, ni presión, ni peso. Flotando en la oscuridad... Caída libre, quizás a cincuenta kilómetros sobre la atmósfera efectiva, cayendo sin peso hacia la superficie de un planeta que jamás has visto. Pero ahora ya no hay temblor; es la espera de antes lo que agota. Una vez descargado ya no pueden herirte, porque si algo va mal, sucederá tan aprisa que uno ni se entera de que ha muerto. Bueno, apenas se entera.
 Casi en seguida sentí que la cápsula giraba y se enderezaba de modo que todo mi peso vino a gravitar sobre mi espalda; un peso que ascendía rápidamente hasta alcanzar el total (0,87 g, según nos habían dicho) para ese planeta cuando la cápsula tuviera la velocidad terminal adecuada a la fina atmósfera superior. Un piloto que sea un auténtico artista (y la capitana lo era) se aproxima y frena, de modo que la velocidad de lanzamiento al salir del tubo le ponga en punto muerto en el espacio relativo a la velocidad de rotación del planeta en aquella latitud. Las cápsulas cargadas son pesadas; se lanzan por la atmósfera superior sin desplazarse demasiado de la posición, si bien un pelotón tiene que dispersarse algo en la bajada, perdiendo un poco la perfecta formación en que es lanzado. Un piloto torpe puede estropear las cosas esparciendo un grupo de ataque sobre una extensión tan grande que no permita reagruparse para la retirada, y mucho menos para llevar a cabo su misión. Un soldado de infantería sólo puede luchar si alguien le coloca en su zona; en cierto sentido, supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros.
 Por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera, comprendí que la capitana nos había dejado caer con un vector lateral tan próximo a cero como pudiera pedirse. Me sentí feliz, no sólo porque seríamos una formación compacta al caer en tierra y no habría pérdida de tiempo, sino también porque un piloto que baja adecuadamente a los hombres es asimismo un piloto preciso para la recogida.
 El casco exterior de la cápsula se quemó y empezó a desprenderse con una sacudida, y yo di la vuelta. Al fin cayó todo y volví a enderezarme. Los frenos de turbulencia del segundo casco entraron en acción y la marcha se hizo difícil, más violenta a medida que se iban quemando de uno en uno y el segundo casco se hacía pedazos. Una de las cosas que ayuda a que el que viaja en la cápsula viva lo suficiente para cobrar la pensión es el hecho de que esa caída de las envolturas de la cápsula no sólo reduce la velocidad de bajada, sino que también llena el espacio sobre el área del blanco de tanta porquería que el radar recoge reflejos a docenas por cada soldado que está bajando, y cualquiera de ellos puede ser un hombre, o una bomba, o lo que sea. Lo bastante para que una computadora balística sufra un ataque de nervios..., cosa que ocurre a veces.
 Para complicar más las cosas, la nave deja caer una serie de cápsulas falsas en los segundos que siguen inmediatamente a la bajada de los soldados, y que caen más aprisa porque no van desprendiendo capas. Adelantan pues a los soldados, explotan, arrojan restos, actúan como cohetes, y aún hacen más cosas para aumentar la confusión del comité de recepción en tierra.
 Mientras tanto, la nave sigue con firmeza la señal luminosa direccional del jefe de pelotón, sin hacer caso de los «ruidos de radar» que ha creado, y va siguiendo a los soldados y computando su situación para uso futuro.
 Una vez se desprendió el segundo casco, el tercero abrió automáticamente mi primer paracaídas. No duró mucho, pero eso ya lo esperaba yo; un buen tirón a varios g y él se fue por su lado y yo por el mío. El segundo paracaídas duró un poco más, y el tercero bastante más aún. Ya empezaba a hacer demasiado calor dentro de la cápsula, de modo que deseé llegar a tierra.
 El tercer casco se desprendió al desaparecer el último paracaídas, y ya no tuve nada en torno excepto mi traje acorazado y un huevo de plástico. Aún seguía atrapado por correas en su interior e incapaz de moverme. Era el momento de decidir cómo y dónde iba a caer. Sin mover los brazos -porque no podía-, apreté el conmutador para una lectura de proximidad, que apareció en el reflector instrumental, dentro del casco y delante de mi frente.
 Dos kilómetros. Un poco demasiado cerca para lo que me gustaba, en especial sin compañía. La cápsula interior casi había alcanzado la velocidad normal; en nada me ayudaría seguir dentro de ella, y su temperatura indicaba que no se abriría automáticamente durante algún tiempo, de modo que apreté un conmutador con el Otro pulgar y me libré de aquel huevo.
 La primera descarga cortó todas las correas; la segunda hizo explotar el plástico a mi alrededor en ocho trozos separados, y me vi fuera, sentado en el aire y ¡capaz de ver! Además, los ocho pedazos estaban cubiertos de metal, excepto el pequeño trozo por donde yo había podido leer la proximidad, y darían el mismo reflejo que un hombre con el traje acorazado. Cualquier visor de radar, vivo o cibernético, pasaría ahora un mal rato tratando de identificarme entre todos los desechos que me rodeaban, por no mencionar los miles de restos en muchos kilómetros a la redonda, por encima y por debajo de mí. Parte del entrenamiento de un miembro de la Infantería Móvil consiste en dejarle ver desde tierra, a simple vista y por radar, lo confusa que es una bajada para los que esperan en el terreno, porque uno se siente terriblemente desnudo allá arriba. Es fácil dejarse dominar por el pánico y abrir un paracaídas muy pronto, con lo que uno se convierte en un blanco demasiado fácil, o dejar de abrirlo y romperse los tobillos, y también la columna vertebral, y el cráneo.
 De modo que me estiré para desentumecerme y miré en torno; luego me doblé de nuevo y me enderecé, como hace un ave que planea, y eché una buena ojeada. Era de noche allá abajo, como estaba planeado, pero los visores infrarrojos permiten calcular muy bien el terreno una vez uno se ha acostumbrado a ellos.
 El río que cortaba en diagonal la ciudad estaba casi debajo de mí y parecía ascender muy aprisa, brillando claramente y con una temperatura más alta que la de la tierra. No me importaba en qué lado fuese a caer, pero lo que no deseaba era caer en el mismo río, porque me hundiría hasta el fondo.
 Observé un resplandor a la derecha, hacia mi altura: algún nativo poco amistoso, allá abajo, había quemado lo que probablemente era un pedazo de mi cápsula. De modo que disparé contra mi primer paracaídas en seguida, tratando de alejarme de su pantalla mientras él seguía los blancos que caían. Me preparé para el choque del retroceso, giré luego y continué flotando hacia abajo unos veinte segundos antes, de descargar el paracaídas, porque no deseaba llamar la atención sobre mí al no bajar a la misma velocidad que todo lo que me rodeaba.
 Y debió de funcionar, porque no me acertaron.
 A unos doscientos metros de altura solté el segundo paracaídas. Vi de inmediato que iba a dar en el río, y descubrí que estaba a punto de pasar a unos treinta metros sobre una especie de almacén de tejado plano junto al río. Me libré del paracaídas y logré un aterrizaje bastante bueno, aunque algo brusco, sobre el tejado, mediante los propulsores del traje. Estaba buscando la señal luminosa del sargento Jelal cuando aterricé.
 Y descubrí que estaba en el mal lado del río. La señal de Jelly aparecía en la brújula dentro de mi casco mucho más al sur de donde debía estar; luego yo estaba demasiado al norte. Troté hacia el río por el tejado mientras establecía contacto con el jefe de la escuadra más próxima a mí, descubrí que él estaba a un par de kilómetros de dónde debía, le grité: «Ace, ¡endereza tu fila!», arrojé una bomba detrás de mí y salté desde el tejado hasta el otro lado del río. Ace contestó, como era de esperar, porque él debería haber estado en mi sitio pero no quería abandonar su escuadra; sin embargo, no le gustaba aceptar órdenes de mí.
 El almacén estalló a mis espaldas y la explosión me alcanzó mientras aún estaba sobre el río y no escudado por los edificios del otro lado, como era mi deseo. Casi me destrozó los giróstatos, y estuve a punto de caer. Había puesto la bomba para que estallara a los quince segundos... ¿o no? De pronto comprendí que me había excitado en exceso, lo peor que se puede hacer una vez en tierra. «Sólo se trata de un ejercicio», había dicho Jelly, y así debía ser. Tómate tu tiempo y hazlo bien, aunque se necesite otro medio segundo más.
 Al caer tomé otra lectura sobre Ace y le dije de nuevo que realineara su escuadra. No me contestó, pero ya lo estaba haciendo. Lo dejé pasar. Mientras Ace hiciera su tarea, podía permitirme el aceptar su malhumor... de momento. Mas una vez de nuevo a bordo de la nave (si Jelly me mantenía como jefe ayudante de sección), ya nos las arreglaríamos para buscar eventualmente un rincón tranquilo donde descubrir quién era el jefe. Él era un cabo de carrera, y yo sólo un hombre en servicio temporal actuando como cabo. pero él estaba a mis órdenes, y uno no puede permitirse el menor desliz en esas circunstancias. No para siempre.
 No obstante, ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Mientras saltaba sobre el río había distinguido un espléndido blanco y quería alcanzarlo antes de que lo viera nadie más: un grupo muy grande de lo que parecían ser edificios públicos sobre una colina. Templos quizás... o un palacio. Estaban a kilómetros del área que barríamos, pero una de las reglas del programa «destroza y sal corriendo» consiste en emplear al menos la mitad de las municiones fuera del área elegida: de ese modo se confunde al enemigo en cuanto a la posición verdadera. Eso y estar siempre en movimiento, y hacerlo todo de prisa. Ellos siempre nos sobrepasan en número; la sorpresa y la velocidad es lo que nos salva.
 Estaba ya cargando mi lanzacohetes mientras volvía a ponerme en contacto con Ace y le decía por segunda vez que se realineara. La voz de Jelly llegó hasta mí por el circuito general:
-¡Pelotón! ¡A salto de rana! ¡Adelante!
 Mi jefe, el sargento Johnson, repitió como un eco:
-¡A salto de rana! Números impares. ¡Adelante!
 Eso me evitaba toda preocupación por unos veinte segundos, de modo que salté sobre el edificio más cercano, me coloqué el lanzador sobre el hombro, hallé el blanco y apreté el primer gatillo para que el cohete-bomba pudiera fijarse en su blanco, luego apreté el segundo gatillo, eché un beso al cohete que ya salía y salté de nuevo a tierra.
-Segunda sección, ¡números pares! -grité. Fui contando mentalmente y ordené-: ¡Adelante!
 Y yo lo hice también, saltando sobre la siguiente fila de edificios. Mientras estaba en el aire, barrí con el lanzallamas la primera fila junto al río. Parecían ser construcciones de madera, de modo que era el momento de iniciar una buena fogata. Con un poco de suerte, algunos de esos almacenes contendrían petróleo, o incluso explosivos. Al tirar, los lanzadores sobre mis hombros arrojaron dos pequeñas bombas H. E. a un par de metros a cada lado, a mi flanco izquierdo y derecho, pero nunca vi el resultado pues, justo en ese instante, dio en el blanco mi primer cohete. con ese brillo inconfundible -si uno lo ha visto alguna vez-de una explosión atómica. Era muy chiquitita, por supuesto, menos de dos kilotones de producto nominal, con una compresión de implosión para producir resultados de una masa menos que crítica, pero, claro. ¿quién desea estar próximo a una catástrofe cósmica? Ya era suficiente barrer la cumbre de aquella colina y hacer que en la ciudad todos se refugiaran contra lo que caía. Mejor aún, cualquiera de los tipos de la localidad que por casualidad estuviera fuera de casa y mirando hacia aquí, no vería nada más por un par de horas..., es decir no me vería a mí. El resplandor de la explosión no me afectaba, ni afectaría a ninguno de nosotros; nuestros cascos son muy pesados, llevamos visores sobre los ojos y estamos adiestrados para encogernos y que todo lo reciba el traje acorazado, si es que miramos donde no debemos.
 Así es que me limité a parpadear, luego abrí bien los ojos y vi un ciudadano de la localidad que salía precisamente por una abertura del edificio que se hallaba frente a mí. El me miró, yo le miré. Empezaba a alzar algo -un arma, supongo -cuando Jelly gritó:
-Números impares. ¡Adelante!
 No podía perder el tiempo con él. Estaba a unos buenos quinientos metros de donde debía encontrarme en ese momento, y aún tenía el lanzallamas en la mano izquierda. De modo que le dejé frito y salté sobre el edificio del que él saliera cuando yo empezaba a contar. Por supuesto, un lanzallamas de mano tiene propósitos incendiarios en primer lugar, pero es una buena arma defensiva anti­personal en un momento de apuro; no hay que apuntar con demasiado cuidado.
 Entre la excitación y la ansiedad por unirme a los demás pegué un salto demasiado alto, y demasiado amplio. Siempre es una tentación el obtener la máxima potencia del mecanismo del salto, pero no hay que hacerlo. Eso te deja colgado en el aire por unos segundos, un blanco demasiado fácil. El modo de avanzar es pasar por encima de cada edificio cuando se llega a él, apenas rozándolo y aprovechando cualquier punto ventajoso para cubrirse al caer, sin quedarse jamás en el mismo lugar más de un par de segundos, ni darles nunca tiempo para que apunten. Estar ya en otro sitio, en cualquier sitio. Moviéndose siempre.
 Calculé mal este salto -demasiado para una fila de edificios, muy poco para la fila de detrás-, así que me encontré bajando sobre un tejado. Pero no un buen tejado liso donde podría haber esperado tres segundos para lanzar otra bomba A; éste era un conglomerado de cañerías, puntales y hierros en confusión. Una fábrica tal vez, quizá de productos químicos. No era lugar para aterrizar. Peor aún: allí había media docena de nativos. Los de este planeta son humanoides, de unos tres metros de altura, mucho más huesudos que nosotros y con una temperatura del cuerpo más alta. No llevan ninguna clase de ropas, y se mantienen en pie sobre una serie de puntales, como un anuncio de neón. Todavía resultan más extraños a la luz del día y viéndolos con los ojos desnudos, pero prefiero luchar con ellos que con los arácnidos. Las Chinches me ponen enfermo.
 Si esos tipos estaban ya allí treinta segundos antes, cuando estalló mi cohete-bomba, entonces no podían verme en absoluto. Pero yo no estaba seguro de ello, ni en modo alguno quería luchar con ellos; no era ese tipo de incursión. De modo que di otro salto cuando aún estaba en el aire, lanzando un puñado de píldoras de fuego de diez segundos para mantenerlos ocupados, caí en tierra, salté de nuevo, grité: «¡Segunda sección! ¡Números pares! ¡Adelante!», y también yo avancé para cerrar el círculo mientras trataba de hallar, cada vez que saltaba, un blanco digno de otro cohete. Me quedaban aún tres pequeñas bombas A y, desde luego, no quería volver con ellas. Pero se me había quedado bien grabado que uno ha de conseguir todo el valor de su dinero en lo referente a las armas atómicas, y era sólo la segunda vez que me permitían llevarlas.
 Precisamente ahora trataba de divisar sus depósitos de agua. Un tiro directo allí convertiría la ciudad en inhabitable, les forzaría a evacuaría sin que nosotros tuviéramos que matar a nadie, es decir exactamente el fin con el que habíamos bajado. Según el mapa que yo había estudiado bajo hipnosis, debían de estar a unos cinco kilómetros corriente arriba de donde me hallaba.
 Pero no conseguía verlos; mis saltos no me llevaban a bastante altura. Tuve la tentación de subir más, mas entonces recordé lo que me dijera Migliaccio acerca de no buscar una medalla, de modo que me limité a cumplir órdenes. Puse el lanzador automático y le dejé lanzar un par de pequeñas bombas cada vez que lo apretaba, seguí incendiando cosas al azar mientras lo hacía, e intenté descubrir los depósitos de agua o cualquier otro blanco que valiera la pena.
 Bien, había algo allá arriba y a mi alcance. Tanto si se trataba de depósitos de agua como si no, era grande. Así que salté sobre el edificio más alto que tenía cerca, me afirmé en él y disparé. Cuando bajaba de allí oí a Jelly:
-¡Johnnie! ¡Red! ¡Empezad a doblar por los flancos!
 Contesté, oí que Red contestaba, puse en marcha mi señal luminosa para que Red me hallara con seguridad, y capté la suya mientras yo gritaba:
-¡Segunda sección! ¡En marcha hacia dentro para rodear! ¡Contesten, jefes de escuadra!
 La cuarta y quinta contestaron.
-Wilco -dijo Ace-. Ya estamos haciéndolo. Recoge bien los pies.
 La señal de Red me mostró que el flanco derecho estaba casi delante de mí, y a unos buenos veinticinco kilómetros. ¡Estupendo! Ace tenía razón: yo tendría que levantar mucho los pies o nunca cerraría la curva a tiempo, y aún tenía un par de bombas pesadas y diversas municiones cuya utilización requería hallar el momento preciso. Habíamos aterrizado en formación Y, con Jelly en el vértice y Red y yo en los extremos de los dos brazos de la v: Ahora teníamos que cerrarnos en círculo en torno al punto de recogida, lo que significaba que Red y yo habíamos de cubrir más terreno que los otros y seguir haciendo todos los destrozos posibles.
 Al menos, el avance a salto de rana ya había concluido una vez empezamos a cerrar el círculo. Podía dejar de contar y concentrarme en la velocidad. Porque cada vez iba a ser más peligroso estar por allí, incluso moviéndonos de prisa. Habíamos empezado con la ventaja enorme de la sorpresa, llegando a tierra sin ser alcanzados -por lo menos confiaba en que nadie hubiera sido alcanzado en la bajada-, y habíamos ido saltando de acá para allá de modo que pudiéramos disparar sin temor a darnos unos a otros, mientras ellos corrían peligro de acertar a los suyos al disparamos..., si es que llegaban a descubrirnos para disparar, claro. (No soy un experto en teórica, pero dudo que cualquier computadora hubiera logrado analizar lo que estábamos haciendo con tiempo para predecir lo que haríamos después.)
 Sin embargo, las defensas de aquellas gentes empezaban ya a devolver el fuego, coordinado o no. Casi me dieron un par de veces con explosivos, lo bastante para que los dientes me entrechocaran incluso dentro del traje acorazado, y en una ocasión me rozó cierto rayo que me puso los pelos de punta y casi me paralizó por un momento, como si me hubiera dado en el nervio del codo pero en todo mi cuerpo. Si el traje no hubiera estado programado para saltar, supongo que habría palmado allí mismo.
 Cosas así hacen que uno se pare a preguntarse por qué demonios se hizo soldado..., sólo que estaba demasiado ocupado para detenerme por nada. En dos ocasiones, saltando a ciegas sobre los edificios, caí justo en medio de un grupo de huesudos y me largué en seguida mientras hacía girar salvajemente el lanzallamas.
 Así espoleado, cerré la mitad de mi parte del circulo, quizá seis kilómetros, en un tiempo mínimo pero sin causar más que destrozos casuales. El lanzador se había quedado vacío hacía dos saltos; al encontrarme solo en una especie de patio, me detuve a poner mis reservas de bombas H. E. en él, mientras establecía contacto con Ace y descubría que aún estaba lo bastante lejos delante del pelotón del flanco como para emplear mis últimos cohetes A. Salté pues al edificio más alto del vecindario.
 Ya había luz suficiente para ver. Me levanté los visores sobre la frente y registré el panorama con los ojos sin proteger buscando a mis espaldas algo a lo que valiera la pena disparar, cualquier cosa. No tenía tiempo de ser meticuloso.
 Había algo en el horizonte, en la dirección de su puerto espacial: administración y control quizás, o tal vez incluso una nave espacial. Casi en línea, y como a medio camino, había una estructura enorme que no podía identificar. La distancia hasta el puerto espacial era excesiva pero dejé que el cohete lo viera, le dije: «¡Ve a buscarlo, encanto!» y lo lancé. Luego metí el último, lo apunté sobre el blanco más próximo y salté.
 El edificio recibió un impacto directo justo cuando yo lo dejaba. O bien un huesudo había juzgado (correctamente) que valía la pena cargarse uno de sus edificios para destrozar a uno de nosotros, o bien alguno de mis compañeros se estaba descuidando mucho con los disparos. De cualquier forma, no quería saltar desde aquel punto tan alto, y decidí cruzar por otro par de edificios en vez de pasarles por encima. De modo que cogí el pesado lanzallamas de la espalda al llegar allí, me puse los visores sobre los ojos y derribé la pared frente a mí con un rayo a toda potencia. Cayó una sección del muro y entré por el hueco.
 Y me eché atrás a toda prisa.
 No sabía qué había abierto. Una congregación en la iglesia quizás, o una posada, o incluso su cuartel general de defensa. Lo único que sabia es que se trataba de una habitación enorme, y llena de más huesudos de los que deseaba ver en toda mi vida.
 No debía de tratarse de una iglesia, ya que alguien me disparó cuando yo me eché atrás y salí a toda prisa; un disparo que rebotó en el traje acorazado, que me ensordeció por un instante y que hizo que me tambaleara. Pero eso me recordó que no debía irme sin dejarles un recuerdo de mi visita. Cogí lo primero que encontré en el cinturón, lo arrojé y vi que empezaba a sonar. Como te dicen en la Básica, hacer algo constructivo en seguida vale más que discurrir algo mejor para hacerlo horas más tarde.
 Por pura suerte había hecho lo adecuado. Se trataba de una bomba especial, de las que se nos habían dado para esta misión con instrucciones de utilizarlas si hallábamos el modo más efectivo de hacerlo. El ruido que yo escuché al lanzarla era la misma bomba gritando en idioma huesudo (traducción libre):
-¡Soy una bomba de treinta segundos! ¡Soy una bomba de treinta segundos! Veintinueve..., veintiocho..., veintisiete...
 Se suponía que eso les destrozaría los nervios. Tal vez fuera así; desde luego, a mí me dejó hecho polvo. Es más amable matar a un hombre de un tiro. No esperé la cuenta atrás y salté mientras me preguntaba si ellos encontrarían bastantes puertas y ventanas para largarse de allí a tiempo.
 Capté la señal luminosa de Red en el punto más alto del salto, y la de Ace cuando ya caía. Estaba retrasándome de nuevo... Era el momento de correr.
 Tres minutos más tarde habíamos cerrado el círculo. Tenía a Red a mi flanco izquierdo, a un kilómetro. El se lo comunicó a Jelly. Oímos que éste gruñía, más relajado ya, a todo el pelotón:
-El círculo está cerrado, pero la nave de recogida no ha bajado aún. Adelantaros lentamente para reuniros; seguid haciendo daño, pero cuidado con el compañero que tenéis a cada lado; ¡no le deis a él! Buen trabajo hasta ahora. No lo estropeéis. ¡Pelotón! ¡Por secciones! ¡A contarse!
 A mí sí me parecía un buen trabajo. Gran parte de la ciudad estaba ardiendo y, aunque ahora ya había mucha luz diurna, apenas podía decirse que los ojos desnudos sirvieran más que los visores, tan espeso era el humo.
 Johnson, nuestro jefe de sección, gritó:
-¡Segunda sección, informen!
 Yo contesté:
-¡Escuadras cuatro, cinco y seis! ¡Llamen e informen!
 El conjunto de circuitos de seguridad de que disponíamos en las nuevas unidades apresuraba desde luego las cosas. Jelly podía hablar con todos, o con sus jefes de sección; uno de éstos podía llamar a todos sus hombres o a los suboficiales; y el pelotón podía identificarse en la mitad de tiempo cuando los segundos contaban. Escuché las respuestas de la cuarta escuadra mientras hacía el inventario del armamento que me quedaba, y lancé una bomba hacia un huesudo que sacaba la cabeza por una esquina. El se largó y yo también. «A reunirse», había dicho el jefe.
 La cuarta escuadra no consiguió hacerse oír hasta que su jefe se acordó de conectar con el número de Jenkins; la quinta contestó como un ábaco y yo empezaba a sentirme bien... cuando se hizo el silencio tras el número cuatro de la escuadra de Ace. Yo grité:
-¡Ace! ¿Dónde está Dizzy?
-Cállate -dijo él. Número seis. ¡Responda!
-¡Seis! -contestó Smith.
-¡Siete!
-Sexta escuadra. Falta Flores -completó Ace-. Jefe de la escuadra a la búsqueda.
-Falta un hombre -informé a Johnson -Flores, de la escuadra seis.
-¿Desaparecido o muerto?,
-No lo sé. El jefe de la escuadra y el jefe ayudante de sección salen a buscarle.
-¡Johnnie, deja que lo haga Ace!
 Pero yo no le oí, de modo que no contesté. Sin embargo, él informó a Jelly, y pude oír sus juramentos. Ahora bien, yo no andaba buscando una medalla, pero es cosa del jefe ayudante de sección el ir a recoger a la gente. Es su trabajo; al fin y al cabo, es el último mono. Los jefes de escuadra tienen otro trabajo que hacer. Como sin duda se habrá adivinado ya, el jefe ayudante de sección no es necesario mientras el jefe de sección esté vivo.
 En ese preciso momento me sentía de verdad el último mono y olvidado ya, porque estaba oyendo el sonido más dulce del universo: el soporte en el que la nave de recogida aterrizaría nos estaba llamando. Ese punto de aterrizaje es un cohete robot que se lanza por delante de la nave de recogida, una especie de soporte que se introduce en tierra y empieza a emitir su música de bienvenida. La nave de recogida llega a él automáticamente tres minutos más tarde, y más vale estar cerca porque ese autobús no espera y ya no hay otro después.
 Pero nadie se larga dejándose a un compañero, al menos mientras exista la posibilidad de que aún esté vivo. Es algo que no se hace en los Rufianes de Rasczak, ni en el cuerpo de la Infantería Móvil. Se procura recogerlo. Oí que Jelly ordenaba:
-¡Cabeza arriba, muchachos! ¡Apiñaos en el círculo de recogida! ¡A paso ligero!
 Y oí la dulce voz del soporte: -«... para gloria eterna de la infantería brilla el nombre, brilla el nombre de Rodger Young» -y yo deseaba tanto dirigirme hacia allí que casi sentía el deseo en todo mi cuerpo.
 Pero me fui en otra dirección siguiendo la señal de Ace y utilizando lo que me quedaba de bombas, de píldoras de fuego y de cualquier cosa que me pesara.
-¡Ace! ¿Has captado la señal?
-Sí. ¡Vuélvete, inútil!
-Ahora ya puedo verte. ¿Dónde está él?
-Justo delante de mí, quizás a medio kilómetro. ¡Lárgate! Es uno de mis hombres.
 No contesté. Simplemente, corté en oblicuo hacia la izquierda para alcanzar a Ace donde él decía que estaba Dizzy.
 Y encontré a Ace de pie junto a él, con un par de huesudos caídos bajo el lanzallamas y alguno más corriendo a lo lejos. Bajé a su lado.
-Quitémosle el traje acorazado. ¡La nave bajará en cualquier momento!
-Está demasiado malherido.
 Miré y vi que era cierto. Había un agujero en su traje, y salía sangre. Estábamos en apuros. Para recoger a un herido se le quita el traje acorazado, se le lleva sencillamente en brazos -no es problema con un traje electrónico -y uno se larga a paso ligero. Un hombre desnudo pesa menos que el traje y las municiones que uno ya ha disparado.
-¿Qué hacemos?
-Llevarlo -contestó Ace-. Cógele por el lado izquierdo del cinturón. El le cogió por el derecho y pusimos a Flores en pie -. ¡Agárralo bien! Ahora, dispuesto a saltar. Uno..., dos...
 Saltamos. No muy lejos, ni bien. Un hombre solo no hubiera podido levantarle del suelo ya que el traje acorazado pesa demasiado. Pero repartiendo el peso entre dos hombres sí puede hacerse.
 Saltamos y saltamos una y otra vez, Ace llevando la cuenta y los dos enderezando a Dizzy cada vez que dábamos en tierra. Por lo visto, tenía rotos los girostatos.
 Oímos cómo se interrumpía la música del soporte cuando la nave de recogida aterrizó sobre él. Lo miré... Estaba demasiado lejos. Oímos gritar al sargento del pelotón:
-En sucesión. ¡Dispuestos a embarcar!
 Y Ace gritó:
-¡Retrase la orden!
 Saltamos al fin al espacio abierto y distinguimos la nave sobre su cola, oímos el ulular de sus sirenas, vimos al pelotón todavía en tierra a su alrededor, en círculo de interdicción, encogidos tras el escudo que habían formado.
 Y oímos gritar a Jelly:
-En sucesión, atención a la nave... ¡Adelante!
 ¡Pero nosotros estábamos aún demasiado lejos! Vi cómo iban separándose los de la primera escuadra y metiéndose en la nave, a medida que se cerraba el círculo de interdicción.
 Una sola figura salió del círculo y corrió hacia nosotros a toda la velocidad posible con un traje de comando.
 Jelly nos cogió mientras estábamos en el aire, agarró a Flores por su soporte en Y y nos ayudó a alzarle.
 Tres saltos más nos llevaron a la nave. Todos estaban ya dentro, pero la puerta seguía abierta. Le metimos y la cerramos mientras la piloto de la nave gritaba que le habíamos hecho perder el punto de reencuentro y que nos íbamos a matar todos. Jelly no le hizo el menor caso. Depositamos a Flores en el suelo y nos echamos a su lado. Cuando la explosión de salida nos sacudió, Jelly hablaba para sí:
 «Todos presentes, teniente. Tres hombres heridos... ¡pero todos presentes!».
 Diré esto en favor de la capitana Deladrier: no hacen mejores pilotos. El reencuentro de la nave de recogida con la nave en órbita está calculado con toda precisión. No sé cómo pero es así, y eso no lo cambia nadie. Es imposible.
 Sólo que ella lo hizo. Vio en su pantalla que la nave de recogida no había hecho la explosión a tiempo, frenó en seco, tomó velocidad de nuevo... y consiguió introducirnos en el momento preciso y a ojo, pues no había tiempo para computarlo. Si el Todopoderoso necesita alguna vez un ayudante para mantener a las estrellas en su curso, yo sé donde puede encontrarlo.
 Flores murió antes de llegar a la nave en órbita.

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El libro consta de 14 capitulos, cargare los restantes luego....




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lunes, 7 de diciembre de 2009

Probando, aqui tierra llamando a marte

Una vez lei que los hombres son de marte y las mujeres son de venus


Veamos a las venusinas, que no seran Miss Universo pero tienen un encanto que es de cuidado.





Mi esposa abre el telon, espero no estar decepcionando a alguien...


mmmm... ahi viene la admin, regreso mas tarde



































































VOLVIENDO AL RUEDO

Me he demorado algo, pero aun sigo aquí.
En Chumbivilcas he encontrado cosas muy interesantes, como el arco iris sin lluvia que una vez pude ver y logre tomar unas fotos, aquí las fotos:



Esta otra es desde el pórtico de la única iglesia principal de Santo Tomas


Como se verá solo hay unas nubes, pero de lluvia ni un gota.

Me fue difícil creerlo así que fui corriendo en la azotea del centro cívico de la municipalidad, y ahí tome otras fotos antes de que desapareciese este hermoso arco iris.


Aquí se puede observar dos arco iris, uno mas tenue y que se puede ver mas arriba del mas nítido :D

Las antenas parabólicas son para la conexión vía satélite, pasa que por estos lares es difícil la comunicación vía línea tradicional.



Esto sucedió un 26 de mayo entre las 16:20 y 17:00 horas, fue algo para recordar, si señor!!

domingo, 25 de octubre de 2009

Otro dia mas sin verte.... :D

La fama de Cusco son sus restos arqueologicos, uno de ellos es la famosisima piedra de los doce ángulos.
Tomandome tiempo para ubicar tan famosa piedrecita, fui en su busqueda y me tomo trabajo encontrarla... veamos

He aqui el primer intento de encontrar esta piedra















pues aqui no esta...





















esta solo tiene 8 lados

















esta no es..... donde estara?






pues si, ya la encontre.....

para los que no la conocen, esta piedra tendria un peso de aprox 4 TM, y para la epoca de cuando se construyo el muro donde esta incrustada, levantar 4 toneladas y engarzarla, me imagino que no fue facil, y menos cuando se ven las otras piedras en las fotos de arriba, en donde se puede vislumbrar que todo el muro fue hecho "a mano", eso quiere decir que la técnica de "montaje" es, por decirlo de alguna manera, UNICA.

No conozco de algun lugar de nuestros tiempos (los ultimos 100 años) que tenga esta técnica de engarzar piedras con un perimetro tan curvilineo.

Se que los castillos feudales de la edad media (europa y alrededores de Jerusalen- vease Templarios y cruzados) tenian piedras mas pesadas, pero ninguno de ellos tiene ese exquisito gusto de colocarlas como si fuera que la piedra fuera blanda y se acomodasen dentro de las piedras del alrededor.

Ademas, la técnica de los castillos de la edad media era la misma de ahora, colocar el objeto (ladrillo, sillar, piedra u otro) en hileras uno encima de otro, uniendolas con mortero que era una mezcla de cal y huevos (si yerro favor de notificarlo), o sea habia un aglomerante.

Pero en Cusco, estas piedras no tienen ningun aglomerante, es una piedra (muchas veces muiy grande y muy pesada) llana y simple dentro de otra formando un muro firme y macizo.


FANTASTICO !!!


Veamos una foto de un castillo medieval para ilustrar lo que les estoy diciendo



He aqui el famosisimo KRAK de los caballeros templarios, aqui se puede ver de lo que les estaba hablando




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sábado, 24 de octubre de 2009

Cusco y Chumbivilcas (version libre v1.0)







Estar en Cusco es casi una fantasia, una ciudad que tiene matices marcados de lo indigena y extranjero, ademas de lo propiamente mestizo.








Les escribo para contarles de mis vivencias, aventuras y otras vaguedades en la provincia de Chumbivilcas, (es la provincia marcada en rojo) les ire adjuntando muchas fotos de estos lares.



Esta foto es una panoramica del municipio, que a mi parecer es muy simpatica, tiene un area verde que da gusto caminar en ella, pero si uno es empleado en el municipio no le dejan mucho tiempo para disfrutar de esta belleza natural.
En donde trabajo, donde me divierto, de algunos colegas y en especial de la misma provincia.

Chumbivilcas es un pueblo muy interesante, a una altitud de 3660 msnm, el clima no es tan frio como en Espinar ni tan calido como en Quillabamba (salvando las comparaciones), pero igual se puede hacer turismo y tambien estar ocupado trabajando en lo que a uno mas le gusta.



aqui una foto del toro que esta en el palacio muncipal, no es precisamente un toro en ciernes, es una pequeña estauta en bronce de un toro en pose de estar a punto de dar el "paso matador", la verdad que cuando llegue a estas latitudes lo primero que me impresiono fue este toro.
Mi nombre es Harvey "el unico, el magnifico... el ya no ya" como dicen mis amigas (que lamentablemente son escasas), mis amigos me dicen "macro", por eso de que una vez les ayude a resolver una serie de cuadros de avnces fisicos que tenian qu estar monetizados.


Mi especialidad es el riego tecnificado, riego por aspersion, por goteo y exudacion; actualmente me divierto (no tanto como quisiera) instalando sistemas de riego por aspersion en los distritos de Livitaca y Santo Tomas, ser ingeniero agricola tiene sus ventajas !!.

Aqui una foto con el Alcalde Provincal Ing. Domingo Benito Calderon inspeccionando una de mis obras a cargo, dicho sea de paso no sera el mejor alcalde del mundo, pero como él dificil de encontrar tan versatiles y con mucho empeño de hacer progresar esta provincia de Chumbivilcas.



Mis compañeros de trabajo no lo ven como yo (en lo de disfrutar lo que uno hace me refiero), pero de eso se trata la diversidad cultural.

Hablando de compañeros de trabajo, aqui algunos
el de la izquierda soy yo, luego esta Wilbert Contreras (el de rojito) y el topografo oficial del municipio Alfonso Guevara Sandoval (si no me equivoco)

Pero lo mas interesante del paisaje, son las colegas, aqui algunas...

Soledad (muchacha muy guapa con un caracter de tener cuidado, por decir algo)
Ruth..... (la mas fotogenica de todas)
Giovana (nuestra tesorera estrella, el dia 24 de octubre fue su onomastico)















Isaura (en ella descansa nuestro afectacion presupuestal)

Otra de Soledad (que no esta muy sola que digamos)















Pasando a otros colegas...















Aqui esta el Sub-Jefe de Obras - Javier y su primogenito

















el Ing. Danilo Carbajal Montesinos (el mas ducho de todos en la oficina de obras)



















El Ing. Santiago Taucuri Mancilla - Agronomo (el terrible de Llusco)






















de izquierda a derecha, Celedonio, Gavi y Olger, frente al Almacen Central de la municipalidad

















Braulio, el almacenero de mejor humor que existe, dificil que se haga higado

















Una mas de Soledad (no porque le halla hecho muchas fotos se su fan pero de que es guapa es guapa)


Mejor vean el mapa de donde queda Chumbivilcas en Cusco.


Chumbivilcas y sus 8 distritos:
  • Capcamarca
  • Colquemarca
  • Chamaca
  • Quiñota
  • Livitaca
  • Llusco
  • Santo Tomas
  • Velille
En otra entrega les anexare de las fiestas locales de Chumbivilcas, el Takanakuy, el Toqto, los paros, el mercado, la plaza de armas (menuda plaza!), y alrededores.